No sostengo nada con mis manos.
Ni siquiera la hora en la que me despedí
de mis amigos,
tampoco los triángulos
ni los números hermanos o primos.
No sostengo tampoco el agua
esa geometría dulce
y lejana
del silencio
(el mar,
nuestro gran cubo
a la redonda.)
Con mis manos,
estas redes
con las que un niño
aprehende a un viejo,
toco la sombra de una mujer
y me extravío,
cuando ella se vuelve
y me mira,
me extravío.
La mujer me pregunta:
¿Quieres frío?
No respondo,
tampoco huyo,
porque los niños no sabemos
qué importancia tienen
en el mundo
los labios vacíos
y porque los ancianos
no recordamos
las casas
ni las palabras
que nos rompieron
los libros,
las rodillas
y la boca.
La mujer se acerca a mí
inclina su cuerpo
e intenta levantarme.
No puede.
No sabe que,
según la lógica
de las mentiras,
no se puede erigir un edificio
sin antes
no haberlo destruido.